Juan Olivares /
Colaborador
Yo soy la muerte,
yo soy la muerte,
a muerte soy.
Yo soy la muerte.
El Gran Combo de Puerto Rico.
Hace algunos años, en otra de las ferias de la Universidad Autónoma de Chiapas (Unach), presenté otro libro de Carlos llamado La ciudad del soul. En él, lo describía como hostil, pues sus personajes se salían de las manos del autor y se derrumbaban: su autonomía me hacía pensar que Carlos era quien arrastraba la pluma, más no quien contaba la historia (en teoría literaria, algunos escritores y críticos lo describen como una forma de creación espontánea o creatividad narrativa).
Retomo esta idea porque, en la narrativa del libro El árbol de los frutos muertos, los personajes y sus argumentos están tan bien construidos que su desarrollo dentro de las historias parece determinar sus acciones. Algunos escritores, como García Márquez en Cien años de soledad, Julio Cortázar en Rayuela o Bestiario, y Carlos Fuentes en Aura, por mencionar algunos, creían en esa autonomía también: es una manifestación compleja que los autores tienen con sus creaciones.
Yo veo en Carlos esa experiencia genuina en su proceso creativo y, sin duda, me sorprendió saber que, además de ser diestro en su construcción narratológica, también lo es en la construcción poética.
El árbol de los frutos muertos es un libro sólido y equilibrado, capaz de adentrarte en lo que se dice en él. Mientras lo leía, recordé una película de Víctor Erice que vi hace muchos años, El sol del membrillo: una reflexión sobre el tiempo y la observación minuciosa.
La cinta, aunque trata sobre la creación artística, tiene una fuerte conexión con la fragilidad de la vida y el ciclo natural de las cosas, lo que puede verse como una meditación sobre la muerte misma, idea que se retoma en varios pasajes del libro:
“Esa mañana despertaste pidiendo pan. Yo no hice ruido para que no te enteraras del primer sepulcro de mi nombre (…)”.
“¿No te has dado cuenta que nacimos sin nacer?”.
“Antes de perderme en la maraña de los días que nunca fueron: estabas tú, abuela. Dibujándome con palabras la explicación de su deceso: «Nacieron muertos: sin retoño»”.
El árbol de los frutos muertos evoca varias imágenes y asociaciones poderosas que giran en torno a la decadencia, la pérdida, la muerte y al ciclo natural de la vida. Los frutos, que generalmente representan la abundancia y el crecimiento, están de algún modo deteriorados, lo que sugiere una ruptura en el ciclo vital, un final inevitable o la incapacidad de florecer.
Asimismo, me evocó la pérdida y la nostalgia, puesto que hay en él una sensación ineludible de añoranza, melancolía y una carga emocional que puede relacionarse con aquello que no se realizó: la pérdida de la inocencia, por ejemplo.
Carlos lo describe como la experiencia del observador que uno es en la infancia, donde se cuentan las tragedias de familias disfuncionales que enfrentan la violencia, el incesto y la falta de amor.
E. A. Quintero, además de considerarlo un poeta de la simplicidad, escribió un poema en El pequeño libro de la lluvia que también asocié con la lectura:
“No todos los muertos / pasan a esa otra forma de ser hombre y sombra / al mismo tiempo. / Se quedan sonando como la vibración de una campana. / O entran a la madera de una silla, / como una oración, / a la madera de una mesa”.
Sin embargo, Carlos se adentra más en el mundo real con lo que dice, puesto que quien habla (a veces) es un niño obligado a madurar antes de tiempo por circunstancias difíciles (como el abandono, la pobreza o el conflicto), y siente que se le arrebató una parte esencial de su desarrollo. El árbol ya no da frutos porque ese crecimiento natural ha sido interrumpido.
Alfonsina Storni, la poeta de la tragedia, escribió en su poema Paz un texto que relaciona a los árboles con el sueño, la tristeza leve, la noche y los pájaros que duermen.
La repetición de la frase "Vamos hacia los árboles" sugiere una búsqueda de refugio o consuelo en la naturaleza, un espacio donde los problemas y la tristeza se alivian:
“Vamos hacia los árboles… el sueño
se hará en nosotros por virtud celeste.
Vamos hacia los árboles; la noche
nos será blanda, la tristeza leve.
Vamos hacia los árboles, el alma
adormecida de perfume agreste.
Pero calla, no hables, sé piadoso;
no despiertes los pájaros que duermen”.
El tono es suave, sereno y casi meditativo, como si la voz poética invitara a una comunión silenciosa con el entorno natural. El verso "no hables, sé piadoso" refuerza la importancia del silencio, probablemente para no perturbar la quietud, simbolizada por los pájaros dormidos, como una metáfora de la necesidad de no agitar las emociones ni los pensamientos que se encuentran en calma.
Mientras que Storni en el poema utiliza los árboles como un refugio de consuelo frente a la tristeza y los problemas, El árbol de los frutos muertos propone un juego simbólico con la muerte y las dificultades de la vida. Ambos textos recurren a la naturaleza, en particular a los árboles, como metáforas profundas.
Este libro lo describiría como el regreso a la infancia en orfandad: esa idea de "regresar" sugiere que la niñez, normalmente asociada con la seguridad y la protección de los padres, es ahora un lugar vacío, lleno de ausencias. Los nombres que el hablante repite son un intento de reconectar con figuras que ya no están, una búsqueda desesperada de los seres queridos que nunca estuvieron realmente presentes de manera significativa o que fueron arrebatados:
“Los nombres todos de quienes nacimos muertos en el interior de tu vientre. En el carnaval del rencor llamado casa”.
Juan Olivares (Comitán de Domínguez, Chiapas, 1985). Estudió Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Chiapas (Unach). Textos suyos han sido publicados en revistas a nivel estatal y nacional. Es corrector de estilo y editor; también es diseñador gráfico y editorial. Actualmente, es coordinador general de la revista en línea Carruaje de Pájaros.
Fuente: sol de hermosillo